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Por Iveth Serna
En los días pasados la presentación del vestuario que la Miss Michoacán utilizará en el certamen Miss México 2020 en la categoría “traje típico”, generó una polémica en las redes sociodigitales bajo el argumento de que no refleja la identidad del pueblo michoacano, ya que el traje en cuestión reúne elementos distintivos de varios lugares del estado, así como elementos de la cultura purépecha en un intento de sincretismo cultural.
Sirva algo a primera vista superficial como un certamen de belleza, para ejemplificar un fenómeno de gran importancia y hasta peligroso para la vida de los pueblos originarios, no sólo de México, sino del mundo; la folklorización.
De acuerdo con el “Diccionario de la Teoría Folklórica” del brasileño Paulo de Carvalho-Neto, el término folklore “fue creado por el anticuario inglés John Williams Thoms en 1846 a fin de substituir la expresión ‘Antigüedades Populares’”. Así, la palabra folklore deriva del término folk, que el mismo autor define como “vulgo, sujeto o comunidad pre-lógica”.
Desde la visión de este autor podemos abordar el floklore desde dos vertientes, el trascendente, que tiene que ver con todas las manifestaciones culturales, espirituales y astronómicas originales de un pueblo y que definen y soportan todo su ser social, determinan la forma de relacionarse con el otro y las maneras de concebir la vida y comprender el entorno.
Pero Carvalho-Neto también nos habla de un folclore desechable, que es aquel que manifiesta "la parte vulgar y psicopatológica de lo popularfolclórico" y que es conformada por todas manifestaciones aparentemente originales pero que han sido despojadas de todos los códigos simbólicos, pienso en los danzantes del Centro Histórico de la Ciudad de México, por ejemplo.
Una vez hecha esta distinción llegamos a la folklorización, un concepto relativamente nuevo pero cuyo uso se amplía cada vez más, sobre todo entre los pueblos originarios de Sudamérica y que tiene que ver con la comercialización de las prácticas para satisfacer al turismo cultural, pero que también se impone a una parte de la población no originaria como símbolo de identidad, sin que sea comprendida ni adoptada como forma de vida, a lo más, como una festividad.
En México y en todos los países latinoamericanos, las celebraciones originarias se van convirtiendo en fiestas exóticas para turistas, pensemos, por ejemplo, en la cultura purépecha, este pueblo tiene una celebración llamada Animecha Kejtzitakua, cuya traducción más cercana, pero no exacta, es “ofrenda a las ánimas” y tiene su origen en una historia de amor que no pudo ser por la llegada de los españoles, el alma del amante muerto sale del lago cada primero de noviembre y sube la isla para encontrarse con su amada.
Este ceremonial comunitario que manifiesta las formas más íntimas y privadas de la cosmogonía de un pueblo se ha transformado en una fiesta invadida por turistas nacionales y extranjeros que ajenos a la cultura no saben cómo participar sin que su presencia se convierta en una agresión que desvirtúa el simbolismo del profundo dolor que el proceso de mestizaje dejó entre los purépechas.
Disney, con su producción “Coco”, es la mayor muestra de comercialización de nuestras prácticas culturales, sin embargo, hay otras comercializaciones de origen legítimas y de buena intención, como la promoción turística que el gobierno del estado de Michoacán hace del Dia de Muertos en Janitzio, lo vende como un atractivo exótico y lo convierten en una práctica en la que los originarios no pueden participar sin la presencia estorbosa del ajeno.
La segunda folklorización tiene que ver con la implantación de trajes, música y hasta comida folklórica que se hace a una parte de la población mestiza que no tiene un lazo directo con las culturas originarias, pero cuyas “fiestas” se deben apropiar en nombre de la malentendida identidad nacional.
Ahí van los niños desfilando, disfrazados con “trajes típicos” sin terminar de entender de qué va todo aquello. De la buena intención no se duda, lo que se cuestiona es la comprensión que los mismos organizadores de eventos culturales o programas educativos nacionales tienen de los pueblos, tribus, barrios y culturas originarias.
La intención gubernamental es buena, pero parcial, en México, más que exigir que los eventos escolares estén llenos de “bailables típicos”, lo que debería ser forzoso es que las entidades y servidores públicos, los medios de comunicación y los empresarios respeten y promuevan la aplicación del convenio 169 de la OIT sobre el derecho a la dignidad de pertenecer a un pueblo originario, acuerdo ratificado en la ONU y en nuestra Constitución.
Se debería poner más atención en la institucionalidad de las fechas originarias, no de las celebraciones, porque hay pueblos indígenas que también son mexicanos y están excluidos de la memoria oficial, porque Michoacán también son los nahuas, los mazahuas, los otomíes y los mestizos que lo habitan y le dan vida.
De la misma forma que los gobiernos institucionalizan las fechas católicas, criollas y mestizas, también debe institucionalizar las originarias como el Animecha Kejtzitakua, esos días, los que participan de suya en los ceremoniales comunitarios deberían poder faltar al trabajo, a la escuela y tener derecho a manifestar su identidad con el respeto e intimidad a la que tienen derecho.
El problema con el vestuario de la Miss Michoacán no es que sea una manifestación de sincretismo cultural, si lo fuera, sino que es una visión mediada por una industria de la moda y la belleza que nada tienen que ver con los pueblos originarios del estado y tal vez con ninguna otra cultura.
Regresando a Carvalho-Neto, él afirmaba que "la educación puede encarar el folklor de dos maneras: como formación y como información", nosotros agregaríamos que con respeto, conocimiento, entendimiento y dignidad.
Iveth Serna publica todos los sábados en este medio.
Periodista, maestranda en comunicación organizacional y diplomada en Marketing Digital.
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