Somos un centro de investigación y análisis de comunicación para la reflexión, discusión y generación de propuestas para el bienestar mediante la creación de conocimiento práctico que abone al diseño de mejores políticas públicas.
Por Iveth Serna
Aunque la discusión sobre la conceptualización de la palabra “mito” aún no encuentra consenso, Barthes lo simplifica muy bien al decir que “el mito es un habla (…) que no se define por el objeto de su mensaje, sino por la forma en que se lo profiere”, es decir, el mito es una variedad de significantes para un solo significado.
Es, entonces, un habla cuya acción va más allá del acto lingüístico, se inserta en el campo de la semiología mediante la construcción de narrativas llenas de significados que se enraízan en la estructura antropológica de un sistema de valores y creencias que moldean la memoria colectiva, pero que también es la condena a la repetición infructuosa de modelos decadente como asegura Albert Camus en su análisis de Sísifo.
En esta misma línea, Luis Lezama asegura que un mito se sostiene en cuanto a su imagen que transmite el mensaje. Esta imagen sin la que el mito no es nada es el héroe, este sujeto atemporal, cuyo mérito es intentar lo sobrehumano pese a sus limitaciones humanas, para liberarse de una situación trágica devenida de la voluntad divina.
Sin embargo, al héroe nunca le es permitido construir su propio destino, el premio a su excesivo sufrimiento es conseguir la gracia de los dioses para que éstos modifiquen el determinismo absoluto del destino. Es la divinidad, desde el Olimpo, quien le permiten o no llegar al puerto, quien le perdonan la vida o lo conduce a la muerte inevitable, quien le da y le quita las cualidades que lo vuelven extraordinario. El héroe es, entonces, el personaje más trágico del mito en tanto que nunca deja de ser un juguete de los poderosos.
El héroe es atractivo por aspiracional, porque a los mortales comunes y corrientes nos gusta pensar que sin importar nuestra tragedia personal siempre hay una posibilidad de modificarla si conseguimos la gracia de los poderosos ¿Qué más trágico que eso?
Sin embargo, en la selva semiótica de lo absurdo de los marketineros políticos, se recurre a la construcción narrativa del mito del héroe como el eje central de cualquier campaña electoral o de comunicación de gobierno, haciendo de ella una herramienta tan vieja como el mito mismo* que es efectiva en tanto el discurso encuentre resonancia en el sistema colectivo de valores, pero que sea efectivo no significa que supere el análisis ético.
Lo inmoral del recurso es que, en la construcción simbólica del héroe, lo que se reproduce es el discurso capitalista, sin importar el concepto de moda, en 1996 era la competitividad y hoy la meritocracia, en el fondo fortalece y alimenta al mismo sistema que presumen haber combatido y que prometen transformar para que ningún ciudadano promedio tenga que sufrir las penurias de un destino trágico lleno de dioses tiranos y perversos.
En esta lógica, Cassirer se refiere al mito político como un conjunto de “elementos artificiales
fabricados por hábiles artesanos” que, por más diestros que sean, no dejan de ser artesanos, los Sísifo de las mismas narrativas que no logran florecer.
Los candidatos, gobiernos y por supuesto sus asesores, están a merced de los dioses mitológicos del aparato económico, político y hasta del poder fáctico, pues son ellos quienes reparten las candidaturas y pueden definir un triunfo electoral mediante el respaldo de un entramado electoral opaco que usa el elemento estratégico de la comunicación para orientar, unificar y legitimar sus narrativas.
En víspera de un año electoral veremos aparecer a muchos aspirantes a héroes que trataran de convencernos de que cuentan con lo necesario para modificar el destino trágico que el sistema, al que paradójicamente aspiran pertenecer mediante nuestro voto, ha condenado a la mayoría de los ciudadanos.
El ejercicio profesional y efectivo de la comunicación electoral y de gobierno orientada al bienestar es una gestión de largo aliento que no corresponde a una lógica de marketing o de relaciones públicas, sino a un compromiso ético y moral con el bien común.
Para lograrlo no hay que construir mitos, como dice Walter Benjamin, hay que destruirlos. Derribar la mitología electoral sí que sería una novedad.
* Cabe aclarar que, en congruencia con la línea conceptual que se ha ido construyendo en los diferentes contenidos de este medio, evitamos referirnos como “comunicación política” a la comunicación electoral, partidista o gubernamental, en el entendido de que toda comunicación es política en tanto comunidad.
Iveth Serna publica todos los sábados en este medio.
Periodista, maestranda en comunicación organizacional y diplomada en Marketing Digital.
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