En México y en varios países de América Latina, como Colombia, la violencia no solo se ha apoderado de las calles y de las instituciones, también de los sistemas informativos, del lenguaje y, sobre todo, de la industria del entretenimiento.
Difícil saber dónde hay más muertos por minuto, si en la comunidad con más incidencia del narcotráfico o en la “narcoserie”, el “narcolibro” o el “narcodocumental” de moda, más difícil saber aún, qué industria es más rentable y peligrosa.
La violencia mediatizada, espectacularizada construye elementos simbólicos que modifican la forma en la que interpretamos el mundo, pero se trata de una interpretación equivocada producto de, como lo dice Pablo Lazo (2021), la ineficacia del lenguaje que se manifiesta con toda su potencia no sólo en un sentido conceptual, sino semiótico, porque la estetización de elementos de la violencia, nos dice Lazo, nos da menos claridad comprensiva sobre su sentido y menos eficacia práctica para su prevención o regularización.
Esta nueva construcción de elementos simbólicos que hace la industria del entretenimiento alrededor de la violencia infringida por el narcotráfico, ha constituido lo que se ha llamado “narcocultura”, un concepto que nació polisémico para tratar de entender la relación de lo social y la incursión del narcotráfico en las dinámicas sociales, económicas, políticas y financieras de un país.
Sin embargo, es difícil saber cuál es la relación real entre el narcotráfico y la narcocultura, Astorga (2004) ha señalado que la “distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológica”, el mito del héroe en el que la violencia, vista como un medio, justifica los fines justos.
Este sentido de lo que es justo e injusto esta vinculado a la legalización y legitimación del uso de la violencia por parte del Estado que no duda en intensificar el uso de fuerza para un fin “justo” la paz”. Entonces se pone al ejército a patrullar las calles, se eufemiza a los militares disfrazándolos de nuevos cuerpos policiales y grupos de élite, usados para combatir a cuerpos criminales con los que a menudo están coludidos pero que, incluso, organizan sus propios grupos delincuenciales e institucionalizan la violencia mediante la tortura, la intimidación, el asesinato.
Este uso desmesurado de la violencia como fin, aunado a otras situaciones percibidas también como injustas, como la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades, el desprecio político-electoral por las necesidades y reclamos de los ciudadanos, general un estado de resentimiento, el estado ideal para que surja lo que Walter Benjamin (1991) llama “violencia pirata”, es decir, ilegítima, aquella que se desarrolla fuera de los márgenes del sistema jurídico impuesto por el mismo sistema.
El narcotráficante, entonces, es el héroe que se rebela contra las injusticias del Estado y lo combate mediante aquello que él mismo creo, la violencia. En medio de esta confrontación, la industria del entretenimiento y su obsesión por los fetiches esnobistas, se esfuerzan por embellecerla, hacerla bonita, aspiracional y, sobre todo, venderla, porque, incluso, en el horror hay estética.
Así lo señala Omar Rincón (2015) cuando asegura que “hay una narcoestética ostentosa, exagerada, grandilocuente, de autos caros, siliconas y fincas, en la que las mujeres hermosas se mezclan con la virgen y con la madre. No es mal gusto, es otra estética, común entre las comunidades desposeídas que se asoman a la modernidad y sólo han encontrado en el dinero la posibilidad de existir en el mundo.
Pero ¿cómo estos elementos simbólicos, incluida la violencia misma, se aglutinan para dar forma a un cuerpo cultural? La respuesta más evidente la encontraríamos en la concepción simbólica de la cultura de John B. Thompson (2006). Sin embargo, nos apoyaremos en Nietzsche (2000) para explicarla, ya que, según él, se pueden distinguir dos tipos de cultura, aquella del tipo más genuina, que la identifica como anterior a la historia moderna y su decadencia, que lleva implícita el adiestramiento y la selección, y este adiestramiento solo es posible mediante el dolor constante, la cultura, entonces, es violencia.
Entonces, desde un sentido simbólico, el narcotráfico, es un modelo de negocio ilegal al que se le ha vinculado a su propio marco cultural en tanto que se le relaciona con prácticas sociales, hábitos, costumbres, códigos, formas de identificación. Sin embargo, es difícil decir si estos atributos simbólicos tienen, de sí origen en el sentido práctico de la vida de quienes se dedican a ello y cuánta de esta “narcocultura”, es solo una escenificación y reinterpretación mediática de estos grupos delictivos que, incluso, los ha mediatizado a ellos mismos y los ha convertido en un producto snob de la industria del entretenimiento, un producto, además, altamente rentable.
REFERENCIAS
Astorga, L. (2004). Mitología del “narcotraficante” en México. México: Plaza y Valdés
Briones, L. P. (2021). Lucha en las fracturas. Por una resistencia intersticial. GEDISA.
Nietzsche, F. (2021). La Genealogía de la Moral. Alianza.
Rincón, O. (2015, 1 enero). Amamos a Pablo, odiamos a los políticos. Las repercusiones de Escobar, el patrón del mal | Nueva Sociedad. Nueva Sociedad | Democracia y política en América Latina. https://nuso.org/articulo/amamos-a-pablo-odiamos-a-los-politicos-las-repercusiones-de-escobar-el-patron-del-mal/
Thompson, J. (2006). Ideología y cultura moderna. México: UAM.
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