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Por: José Luis Flores Torres
Es inevitable pensar, cuando nos referimos a las nuevas tecnologías, en la imagen del progreso. Es decir, en la línea del pensamiento heredada por la ilustración, la frase ¡atrévete a saber¡ involucraba la idea de que el conocimiento racional involucraría como destino inevitable un modelo de hombre centro del universo, libre pensador y dominante ante las fuerzas divinas y de la naturaleza de donde se habrían de generar las tecnologías que llevarían a la sociedad a un mundo de progreso.
Somos lo que vemos, formamos nuestras herramientas y luego éstas nos forman, señalaba enfático, desde la perspectiva del determinismo tecnológico, el filósofo canadiense Marshall McLuhan. Desde tal perspectiva, agregaba el propio pensador, comprender la tecnología no es una tarea sencilla ya que se considera que ésta, al igual que las palabras, no son más que metáforas. De este modo, las tecnologías comprometen la transformación del usuario en tanto que establecen nuevas relaciones entre éste y sus medios.
Y es que, en términos generales, solemos pensar erróneamente que la dicotomía hombre-tecnología se gesta de manera natural y automática. Por ejemplo, Briggs y Burke, recuerdan que tal era la fascinación que existía a mediados del siglo XIX por los prodigios de la locomotora que la “máquina”, era percibida por la gente más como un viejo amigo que como a esa cosa peligrosa y desesperada que era en realidad.
Crearse en tal sentido una real idea de lo que significan las nuevas tecnologías suele tomar cierto tiempo. Es decir, la relación hombre máquina ha ido construyéndose socialmente al paso de los años y en tal relación caben la admiración, la desconfianza, la fascinación, pero casi nunca la indiferencia o el desdén.
La tecnología en tal sentido, siguiendo a Fisher, en tanto parte de la cultura material, es una dimensión fundamental no solo de la estructura sino además del cambio social. En tal sentido las revoluciones tecnológicas, siempre van acompañadas de cambios sociales y culturales que exigen un mayor o menor esfuerzo de adaptación entre la ciudadanía. Tales cambios, casi nunca se presentan de manera equitativa, pues las nuevas tecnologías no siempre llegan al mismo tiempo a las manos de los usuarios.
Este fenómeno de la relación hombre-máquina ya había sido observado y criticado por pensadores como Walter Benjamin a principios del siglo XX, cuando señalaba que la máquina sustituye una existencia única por una pluralidad de ejemplares- y al hacerlo produce el paso del «valor de culto» al «valor de exhibición». Es decir, los productos manufacturados con los prodigios de las nuevas tecnologías emanadas de la revolución industrial, no podían ser vistos, conceptualizados y comercializados de la misma manera que se hacía con aquellos productos elaborados a la usanza tradicional.
Y respecto al arte, el propio Benjamin señalaba que es difícil comprobar si el aura de la imagen se ha perdido efectivamente o no, e incluso podría decirse que la familiaridad con una reproducción, más agudiza que adormece el deseo de ver el original.
Es decir, la relación entre el autor, la obra y el espectador cambia cuando se crea en la época de la reproducción mecánica ya que la industria cultural fija la quiebra de la cultura al devenir en mercancía. La reproducción técnica destruye la originalidad de la obra ya que Benjamin identifica la obra con su aura, es decir, con la singularidad, con la experiencia de lo irrepetible y ya no es posible calibrar el valor de un objeto en cuanto a su valor exhibitivo.
Esta pérdida de lo original, compaginado con las posibilidades tecnológicas de los nuevos medios, crean una suerte de hipersensibilidad y alteración de la percepción. Cámaras hipersensibles capaces de captar el ojo de una hormiga, pero incapaces de reproducir la esencia del ser humano.
Por otro lado, la historia de internet, es al mismo tiempo la historia de cómo a partir del último cuarto del siglo XX, el paradigma industrial dominante desde la revolución industrial, empezaba a ser sustituido por uno informacional que, como señala Manuel Castells se significaría como el paradigma tecnológico que constituye la base material de las sociedades de comienzos del siglo XXI.
Por ejemplo, hasta la década de los sesenta del siglo pasado, las computadoras eran unas gigantescas máquinas sofisticadas, difíciles de manejar, bastante limitadas en cuanto a lo que podían hacer y en extremo alejadas de la vida del ciudadano común y corriente (en realidad las computadoras en esa época solamente eran usadas por el gobierno y algunas empresas).
Fue entonces que Joseph C.R. Licklider, (quien es considerado uno de los padres de Internet) quien, entre sus muchos aportes, empezó a trazar la idea de generar la interfaz ordenador-ser humano.
Estas ideas, lograron a la larga revolucionar la forma de entender a la computadora entre otras cosas porque se empezó a vislumbrar que la ciencia de la computación se tendría que reorientar para lograr esta simbiosis hombre-máquina al servicio de las necesidades y aspiraciones de los usuarios, como lo visualizaba Licklider.
Visto desde la perspectiva de McLuhan, cada nuevo medio, recurso o tecnología, aporta al hombre algo más que la prolongación de sus capacidades. Tal fenómeno por si solo no es poca cosa: el auto como prolongación de nuestras extremidades o la computadora como una potenciación de las capacidades del sistema nervioso central. No obstante, tales aportes no siempre generan, como se pensaba en la ilustración, un hombre maduro y autodeterminado, capaz de construir progreso a partir del uso de la razón.
Tal línea de pensamiento ya había sido seriamente debatida por autores como Herbert Marcuse quien relaciona la tecnología con la generación de nuevas formas de dominación política, bajo la apariencia de racionalidad en un mundo cada vez más influenciado por la tecnología y la ciencia.
En tal sentido analizar la relación hombre-tecnología a partir del pensamiento de lo apocalíptico o lo integrado, solo nos lleva a idealizar y/o a demonizar los aportes de la tecnología.
A grandes rasgos, entonces, habría que ser capaces de entender el valor de la tecnología, pensando en que cada nuevo aporte estaría generando un nuevo modo de ver la vida, pero a partir de nuevas percepciones, sensaciones, evocaciones y formas de captar las imágenes y los sonidos. Esto es, de acuerdo al pensamiento McLuhiano, tan importante es el aporte material que proporciona un nuevo artilugio tecnológico, como las nuevas formas de relación que tal artefacto empieza a trazar con el usuario. Tales modos de interacción son en extremo importantes ya que involucran nuevas formas de mirar al mundo, de experimentarlo y de situarnos frente a él.
Esto se produce, entre otras cosas, ya que la dicotomía entre el hombre y la tecnología se vive a través de emociones, vivencias, puntos de vista en donde, como lo insinúa McLuhan, no es tan importante lo que se vive, sino el modo en el que se vive.
Esto implicaría en el hombre contemporáneo la difícil tarea de entender su relación con Internet, como lo proponía Benjamin respecto al arte, más allá del culto al objeto, como una experiencia liberadora, generadora de experiencias irrepetibles y de un aura que nos relacione con los contenidos y con los creadores a partir de relaciones empáticas, profundas y constructivas, más allá de la superficie, a partir de una perspectiva de lo político y de lo social en donde la relación hombre y tecnología sea no un fin, sino una herramienta capaz de generar las sinergias que habrían de acercarnos al bienestar entendido más allá de las variables económicas.
José Luis Flores publica todos los martes en este medio.
Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) Xochimilco, Maestro en Comunicación por la Universidad Iberoamericana y Doctorante en Investigación de la Comunicación por la Universidad Anáhuac México. Académico en la Facultad de Comunicación en la Universidad Anáhuac México.
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