Somos un centro de investigación y análisis de comunicación para la reflexión, discusión y generación de propuestas para el bienestar mediante la creación de conocimiento práctico que abone al diseño de mejores políticas públicas.
Por Iveth Serna
La estimación de aumento de la pobreza en México como consecuencia de la COVID-19 varía entre los 16[1] y 40[2] millones de nuevos pobres, sin importar que tomemos la cifra más alentadora o la más alarmante la conclusión es la misma; la mayoría de nosotros celebraremos Navidad en condiciones precarias.
Entre 76 y 100[3] millones de mexicanos viviremos algún grado de pobreza, que para una población de 127 millones de personas la proporción resulta abrumadora, solo entre 27 y 50 millones de habitantes del país estarán en posibilidades de tener un ingreso suficiente para garantizar la cobertura de sus necesidades básicas.
Por otro lado, el Banco de México prevé que la caída del PIB en este año será de 8.9 por ciento, cifra que suena a sentencia de muerte. Con estos números a la mano se entiende la urgencia de los gobiernos nacional y estatales de apresurar la apertura de la actividad económica, sin embargo, lo que no se comprende es que se siga pensando en el mero ingreso personal como el único camino para la recuperación.
Todos los días, dentro y fuera del gobierno, líderes políticos, sociales y económicos repiten una y otra vez que el mundo ha cambiado y que México debe adaptarse a la “nueva normalidad”, sin embargo, la fórmula que desde todos los ámbitos se pronuncia es la misma; aumentar el ingreso per cápita, incentivar la producción, fomentar la inversión extranjera directa, promover el déficit púbico, bajar las tasas de interés, invertir en obra pública, otorgar beneficios fiscales a los grandes capitales que generen empleo y un largo etcétera que no es más que la misma receta del viejo capitalismo keynesiano.
Por supuesto que hay que recuperar los mercados y promover la creación de empleos, pero la coyuntura debiera servirnos de oportunidad para deshacernos del viejo lastre del combate a la pobreza y la reducción de las desigualdades.
La eliminación de la pobreza es el producto electoral más rentable de la endeble y muy cuestionada historia democrática mexicana, sin embargo, la historia también nos demuestra que las ideas igualitarias son imposibles de llevar a cabo por la sencilla razón de que la desigualdad, lejos de la visión romántica jurista, no es una condición inherentemente humana y por lo mismo se ha convertido en el alimento ideal del capitalismo y el clientelismo electoral.
Seguir en esta conceptualización es caer voluntariamente en la trampa del liberalismo que asegura que la pobreza es la condición natural humana, nos acorrala en el falso dilema de tener que elegir entre un escenario donde todos seamos igualmente pobres o igualmente ricos, legitimando con ello las prácticas más inmorales del capitalismo.
Nos intentan vender la idea de que estudiar más y trabajar en exceso nos garantizará acceder a la riqueza; mayor esfuerzo igual a mayor escala social, podríamos estar de acuerdo, pero lo que no nos están diciendo es que la condición de riqueza nada tiene que ver con la meritocracia, que los programas de estudio están determinados también por una lógica de mercado y que más horas de trabajo solo significan mayor renta para el capital.
Antes de la COVID en nuestro país la pobreza ya había dejado de ser una condición especial de aquellos que carecen de alimentación, vestido y vivienda y se convirtió en una condición general cuyas dolencias se expandieron hasta el profesionista promedio y el emprendedor ilusionado, ambos producto ideal de la meritocracia, pero que comen mal porque es más barato, que visten ropa a crédito y de mala calidad, que aceptan trabajar por honorarios o por su cuenta y renunciar a un sistema de salud y de pensiones por demás precarios, que tienen que recurrir a una renta compartida porque su salario no les alcanza para pagar un piso completo y cuyo perfil financiero, con todo y mérito y por mucho que se esfuercen, no es lo suficientemente bueno para merecer la confianza hipotecaria.
Debemos aprovechar la coyuntura para buscar nuevas categorías de bienestar social, cuestionarnos y replantearnos nuestras dinámicas políticas, económicas y sociales.
El Estado debe ser más creativo y apostar por nuevos caminos (o caminos olvidados), Galbraith propone la idea de equilibrio social para minimizar el efecto corruptor que trae consigo la acumulación excesiva de recursos, garantizado al individuo las mejores condiciones de vida posible para equilibrar los efectos sociales de los caprichos del mercado.
La inversión pública debe estar orientada a la habitabilidad de pueblos, barrios y colonias, sistemas de salud sólidos, nutrición adecuada, servicios básicos garantizados, rescate, conservación y cuidados de los ecosistemas, fuerzas de seguridad capaces y capacitados, sistemas judiciales eficientes y honestos, transporte digno, educación de calidad, vivienda accesible y una participación social y política real y efectiva.
Otro peligro que deviene del aumento de mexicanos en situación de pobreza es la exclusión política de esos grupos donde la indiferencia, el desprecio y la lucha por la sobrevivencia se traducen en menos participación, dejando el camino libre para la perversión democrática.
En este proceso de cambio de paradigma del combate a la pobreza al equilibrio social, la comunicación también debe resignificarse como una ciencia al servicio de las transformaciones de la sociedad entera.
El mundo cada vez menos estricto del periodismo ha olvidado sus principios morales y ha dado cabida a voces que aseguren la polémica por encima del argumento sólido e inteligente. Esta degeneración informativa, lejos de dar intensidad al debate, tan necesario para la transformación de nuestro país, generan un ruido estrepitoso de aquellos cuya intención no es otra que influir en la política por propio beneficio y sin ningún respeto por la dignidad del ciudadano que consume sus contenidos.
Esta insensatez no hace más que agravar la tensión social y los grandes males que aquejan a nuestro país y cuyas raíces son por demás profundas. Necesitamos contrapesos inteligentes que dejen de medir y utilizar a conveniencia las causas de la pobreza y que estén dispuestos a exhibir sin temor las causas estructurales de la acumulación obscena, que sean lo suficientemente valientes para lanzar propuestas claras y que estén dispuestos al diálogo verdadero.
Por su parte, el Estado y quienes lo conforman, deben evitar caer en la tentación protagónica y vanidosa de la sobrerregulación de aquellos asuntos que solo obedecen a una simple lógica de marketing político, deben ser responsables y centrar todo su esfuerzo en diseñar políticas púbicas que, en primer momento, garanticen el equilibrio social para después establecer las bases del verdadero bienestar.
[1] Estimación de BBVA México. [2] Estimación del Banco de México. [3] De acuerdo con el CONEVAL, en 2018 en México había 61 millones de personas en situación de pobreza.
Iveth Serna publica todos los sábados en este medio.
Periodista, maestranda en comunicación organizacional y diplomada en Marketing Digital.
Comentarios