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Por Iveth Serna
¿Existe un pensamiento genuinamente mexicano o estamos condenados a interpretar el mundo a través de las mediaciones teóricas europeas y norteamericanas?
A unos días de conmemorar el inicio de la reforma maderista que como mérito tiene el establecimiento de las condiciones para que, un año después, la Revolución fuera posible marcando el inicio de la construcción y reafirmación de la identidad mexicana, es pertinente reflexionar sobre los soportes ideológicos que aún permean en nuestra cotidianidad.
Mientras que los maderistas eran un grupo desarticulado que carecía de ideología precisa, los villistas no tenían una conciencia de clase definida y los carrancistas compartían un ideal burgués, el zapatismo fue el único movimiento revolucionario que logró establecer un movimiento ideológico sólido.
Bajo los estándares academicistas Zapata no era un hombre “cultivado”, pero esta lejanía de la interpretación ideológica eurocéntrica del mundo fue lo que le permitió desarrollar un pensamiento mexicano genuino que nació de la realidad colonial que sumió a la mayoría de los mexicanos en la pobreza más extrema.
El movimiento agrarista del sur fue el único que propuso cambiar la totalidad de las relaciones de poder mediante la transgresión capitalista de la propiedad privada, a cuyos miembros se dirigía como “mundo civilizado”, mediante la expropiación y reparto de las tierras, agua y montes que fueron arrebatados a sus dueños originales.
“La Sagrada Escritura”, como el historiador John Womack, llama al Plan de Ayala, es la síntesis del pensamiento originario mexicano y el documento filosófico que permite la aparición de una conciencia crítica entre los más pobres, un pensamiento que llevo a los oprimidos a revelarse contra los opresores, a los campesinos contra los caciques y a los obreros contra los “científicos”.
Porfirio Díaz con su “orden y progreso” encarnaba el pensamiento científico positivista que veía en el capitalismo el ideal de desarrollo, mientras que Francisco I. Madero con su “sufragio efectivo, no reelección”, era aún más reduccionista que Díaz en el sentido de que limitaba toda la acción revolucionaria a un evento político-electoral.
La “tierra y libertad” de Emiliano Zapata fue el único movimiento ideológico que logró cohesionar la deuda de justicia que aún se sufre en México y que representaba una visión social tan amplia que su filosofía sobrepasó las décadas.
El zapatismo, más que una ideología que incita a la praxis, es una praxis que se consolida en la construcción de su propio marco ideológico y filosófico. Es un pensamiento autónomo mexicano que se concibe desde sí mismo y que consolidó nuestra identidad nacional dificultando el proceso neocolonizador.
Si bien carece de una definición filosófica explícita que embone con las corrientes de la época, implícitamente, el Zapatismo se puede definir a través de lo que se propuso combatir; la dictadura, el cientificismo, el caciquismo, la anarquía, el despotismo y la burguesía.
Para Womack el zapatismo es un movimiento originalmente multirracial que tenían en común el padecimiento histórico de algún tipo de esclavismo, por lo que no se trató solo de un movimiento de campesinos despojados de sus tierras, sino de indígenas esclavizados en las haciendas y de arrieros y caballerangos descendientes de esclavos africanos.
Estos mexicanos multirraciales, aunque con sus particularidades, tenían una visión del mundo diferente a la que tenía el hacendado y de la que tenía el resto del pueblo que, aunque sufría la injusticia social, era libre. Estos esclavos tenían su propia dinámica social más comunal y colaborativa.
Siguiendo la tesis de Womack, es interesante observar cómo desde la lógica ejidataria, comunal y de justicia social, en el Plan de Ayala, Zapata reiteró que la prosperidad y el bienestar eran los objetivos fundamentales de su movimiento, distanciándose claramente de los ideales capitalistas de Estados Unidos y de Europa Occidental, así como del anarquismo y comunismo de la Europa Oriental. “No somos personalistas, somos partidarios de los principios y no de los hombres”, sentenció.
Así, el plan de Ayala es quizá la síntesis entre el genocidio colonial y las deudas de la independencia criolla, pero, si provocamos la idea de que el proceso dialéctico colonial se concilió con el zapatismo, entonces ¿cuál es el origen de nuestra lucha identitaria como Nación mexicana?
Nuestra propuesta es que el Plan de Ayala abre un nuevo proceso dialéctico que encuentra su antítesis en la institucionalización de la Revolución, cuyos caudillos, con sus aspiraciones pequeñoburguesas, nos trataron de obligar a renunciar a la reafirmación de la identidad mexicana que nos dio el movimiento zapatista.
El mismo Zapata tuvo la sensibilidad para predecir que la institucionalización de la Revolución, iniciada con Francisco I. Madero, forjaba una cadena que nos conduciría a una dictadura “más terrible” que la de Porfirio Díaz; la postrevolución caudillista, más de setenta años de “dictadura perfecta”, la eliminación de la reforma agraria, la progresiva desaparición del ejido, el restablecimiento cacical, más de sesenta millones de mexicanos en situación de pobreza y la falta de justicia social le dan la razón al centauro del sur.
El problema de la mexicanidad, entonces, no es el mestizaje ni la independencia criolla, sino la Revolución congelada como la llama Raymundo Gleyzer. El perdón que necesitamos debe venir de aquellos que traicionaron los principios de la Revolución institucionalizándola y usándola a favor de sus intereses personales y de grupo.
Y más que perdón, justicia, porque como dijo Zapata, “la Nación está cansada de hombres falaces y traidores que hacen promesas como libertadores pero que, al llegar al poder, se olvidan de ellas y se constituyen en tiranos”.
Iveth Serna publica todos los sábados en este medio.
Periodista, maestranda en comunicación organizacional y diplomada en Marketing Digital.
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